¿Hemos vivido por
encima de nuestras posibilidades? Es decir, ¿hemos gastado más de lo que
ganamos? ¿Nos endeudamos cada vez más para pagar lo que debemos? ¿Somos de los
que hemos comprado para invertir (por ejemplo, una vivienda) en tiempos en los
que vender después era un gran negocio porque pagábamos el crédito y además
obteníamos beneficios? ¿Creíamos que esto no se acabaría nunca? Si no lo
creíamos, pocos renunciaron a dejar este juego, hasta que llega un momento de
pánico y los acreedores temiendo no cobrar la deuda cierran el grifo de los
créditos. Y aparece el calvario de la deuda y la parálisis de la economía y los
despidos y los desahucios...

Eso es lo que está
pasando. Cuando todo parece ir bien, creemos que siempre irá bien o al menos
eso es lo que nos han hecho creer los que nos concedían hipotecas alegremente.
Bueno, esas alegrías hay que pagarlas ahora. Pero, ¿quiénes las estamos
pagando? Los que somos menos o nada culpables: los desahuciados, los ciudadanos
menos pudientes y las pequeñas empresas. En cambio, los grandes instigadores
del consumo desenfrenado (multinacionales
y grandes bancos acreedores) ven recompensado su bandidaje legal con el
dinero que los Estados nos sacan a través de los impuestos, desatendiendo y
recortando sin medida los sueldos y los gastos sociales.
Lo que puede interesar
de todo esto y de las realidades que analizábamos en el artículo anterior es
confirmar que el poder económico mundial nos va engolosinando a través de una
publicidad engañosa e insistente con el señuelo del consumo facilitado por créditos
ventajosos hasta hacernos creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles
sin percibir que la deuda que acumula el sistema crea una enorme burbuja que
nos va engullendo poco a poco hasta que estalla en nuestras narices y
sobreviene la crisis. A partir de ese momento comienza lo peor: La doctrina del
capitalismo del desastre, aprovecha estos momentos de shock, que casi siempre alimentan los políticos y siempre son
consecuencia de las crisis cíclicas que provoca el propio sistema del
capitalismo salvaje, para dar una vuelta de tuerca más en perjuicio siempre de
los de abajo que pierden súbitamente, como en el más voraz de los casinos, los
recursos básicos para sobrevivir y los derechos adquiridos tras años de lucha.
Sin un consumo
sensato, sin el desenmascaramiento de las actuales políticas del desastre y sin
el voto consciente de los ciudadanos para exigir políticas de justicia social, nos
seguirán llevando a una mayor degradación de las democracias –en el caso
español, enferma de nacimiento– y a un agravamiento de la desigualdad.