¡Un,
dos! ¡Un, dos! ¡Patata y arroz! El ardor guerrero lo inoculaba aquel régimen
militar. Por lo tanto, es normal que así de marcial marchara subiendo alegre las
cuestas hacia Medina Azahara el batallón escolar de El Higuerón la primavera
feliz de 1963. Una inocente milicia de seis a catorce años que estrenaba
colegio y se abría a conocer el mundo. La primera lección que aprendieron de
aquellas piedras: “Un pueblo culto creó una ciudad de ensueño; unos bárbaros la
destruyeron”.
Hasta
ese año, en El Higuerón no había escuelas públicas. Parece increíble: sólo hace
50 años. No pregunté cómo aprendía aquella infancia a leer, a escribir y los conocimientos
básicos para desenvolverse en la vida. Se notaba en las familias que no habían
descuidado esfuerzos para salir del analfabetismo. A pesar de las carencias,
había alumnos que poseían un nivel de conocimientos muy aceptable. Nunca he
visto después en ningún otro lugar tanto entusiasmo por el trabajo de los
nuevos maestros.
En
diciembre de 1962, se crearon las cuatro escuelas unitarias (las llamadas
“microescuelas”): dos de niñas y dos de niños, pues aún se discriminaba (“los
niños con los niños; las niñas con las niñas”). La coeducación vino con la democracia.
El nombramiento de los cuatro maestros se efectuó a finales de enero del
siguiente año. No se pudo realizar el acto de apertura de las clases hasta
mediados de febrero. Aún no habían dado el agua, pues tenían que terminar la
instalación de un pequeño depósito que dotaría de agua corriente los cuatro
servicios de las aulas y los cuatro aseos de las viviendas de los maestros,
también “microviviendas”.
La
empresa encargada de la instalación del agua pertenecía al señor Roses. ¿Quién
era ese señor? Era el Secretario de la Junta Municipal de Enseñanza del
Ayuntamiento de Córdoba. El mismo que firmaba los certificados de toma de posesión
de cada maestro. O sea “don Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como”. Este
buen señor fue dejando el asunto del agua sin importarle mucho que el curso se
pasara y las escuelas no se abrieran. Lo que hoy llamamos corrupción, entonces
eran privilegios de los jefes. Me tuvo yendo a diario durante medio mes a la
oficina de “Almacenes Roses”, en avda. del Generalísimo (hoy Ronda de los
Tejares) junto a la aún existente farmacia de Carandell, hasta que por fin me
anunció que ya estaba todo arreglado.
En
El Higuerón nos conocimos los cuatro maestros (mejor dicho, dos maestras y dos
maestros): Dª Dolores, Dª Amparo, D. Benjamín y yo, José. Avanzaba ya el mes de
febrero, cuando aquella mañana, al abrir las clases por primera vez, acudieron
un sinnúmero de familias con sus niños y niñas como acuden puntuales las
golondrinas anunciando la primavera. ¿Quién dio la noticia? Eso fue una
incógnita. El caso es que allí estaban, con la ilusión de que sus retoños
empezaran a disfrutar de lo que entonces ni siquiera se sabía que era su
derecho a la educación.
La
arquitectura de las aulas era bien simple, pero muy funcional. Constaba de dos
módulos unidos en sus extremos en zigzag. Cada módulo estaba formado por dos
aulas en línea separadas por dos aseos, retranqueados para dejar un zaguán de
acceso, a izquierda y derecha, a cada
aula. Estas eran muy, muy luminosas ya que unas grandes cristaleras corrían a
media altura a lo largo de las paredes laterales (como se aprecia en la foto).
Enfrente de las aulas, cuyas entradas se orientaban al sur, a unos veinte
metros, se alineaban en paralelo con las mismas las viviendas de los maestros,
que, al menos durante los restantes meses de aquel curso, no se ocuparon. Entre
ambas construcciones quedaba un espacio abierto de campo salvaje. Era el patio
de recreo que, en pocos días y gracias a los juegos infantiles, quedó tan
perfectamente alisado como la cabeza de un calvo, aunque se embarrara de cuando
en cuando con las lluvias. El borde al este del campo lo delimitaba el pequeño
depósito del agua y algunos arbolitos que creo recordar que plantamos. El borde
de poniente lo marcaba la vereda de acceso desde la carretera que se adentra en
la barriada. Así quedaba enmarcado el espacio de las escuelas, las viviendas y
el campo de recreo, de unos mil metros cuadrados, situado a la izquierda de la
mencionada carretera según se viene de la de Palma, lejos aún de las primeras
viviendas del barrio que bordeaba alguna huerta.
Pronto
se vio que las aulas quedaban pequeñas. Había más demanda que oferta. Si no
recuerdo mal había dieciséis pupitres bipersonales, todos del mismo tamaño
(poco adecuado para una escuela unitaria), anclados al suelo y poco firmes,
pero que cumplían de momento su función. Los treinta y dos asientos no eran suficientes,
así que los padres de los pequeños que no disponían de sitio propusieron
traerse sillitas para no quedarse sin plaza en el colegio. Unos vivían en los
alrededores pero otros tenían que hacer largos recorridos, como aquel brillante
alumno de catorce años que venía a diario desde el Monasterio de San Jerónimo
donde sus padres ejercían de vigilantes.
Todos
los que acudieron fueron registrados en aquella primera lista y así pasaron
aquellos meses sin incidentes de consideración. Y confieso que aquella experiencia
me llenó de optimismo porque nunca se originó conflicto alguno en clase, a
pesar de que se podría pensar que con unos cuarenta alumnos de edades
comprendidas entre los seis (hoy tendrían 56 años) y los catorce (hoy con 64)
el caos estaba garantizado. Todo lo contrario, en aquellas clases los alumnos
se ayudaban unos a otros y aprendían casi por imitación de los modelos que
ofrecían los mayores. Los tres grados de las enciclopedias Álvarez marcaban el
nivel de conocimientos, que no estaba nada mal. El resto: las buenas conductas,
la urbanidad, el compañerismo, el respeto a los mayores, el esfuerzo, el
entusiasmo por aprender… todo eso estaba en el ambiente familiar y se
potenciaba en la convivencia escolar.
Llevábamos
en el colegio un mes aproximadamente y llegó la víspera de la fiesta de san
José, no habría colegio y yo me disponía a celebrar el día de mi santo. ¡No
podía creerlo! Las familias me obsequiaron con tantos regalos que tuve que
llevarme a casa una parte de ellos al volver de la fiesta. Quedé abrumado y sin
saber qué decirles a aquellas gentes cuya generosidad sobrepasaba en mucho sus
recursos económicos. Quisiera creer que, en justa compensación, aquella semilla
que empezamos a sembrar hace cincuenta años, contribuyera de alguna manera en
su momento a mantener aquel espíritu colectivo y a colmar el entusiasmo por
aprender a ser algo más cultos sin dejar de ser buenas personas.
El
vínculo de aprecio que aquellas buenas personas nos mostraron decía mucho de la
amabilidad y agradecimiento de las gentes sencillas. No lo he olvidado. Me
consta que aquí, ese mismo ambiente de comunidad solidaria no se ha perdido y
lo demuestra el interés con el que las familias colaboran en todo lo que atañe
a la educación de sus hijos.
Hoy,
con el infierno de la crisis que nos han traído banqueros y políticos corruptos,
y que no merecemos, se está poniendo de manifiesto algo parecido: los de arriba
se olvidan de los de abajo, sin embargo los de abajo hacen lo que pueden por
ayudar a los que más lo necesitan. Estoy convencido de que la maldad está allí
arriba, donde se instalan los ladrones de guante blanco que tienen el alma
negra.
Que no
perdáis nunca la fuerza de ese espíritu comunitario porque es el mejor remedio
para aliviar el sufrimiento de las personas humildes.
¡Preciosa entrada!
ResponderEliminarInteresante visión de la escuela de aquellos tiempos. Me gustaría resaltar una idea que anda flotando por todo el texto, y, como también se señala, es perfectamente aplicable a nuestros días: que "los de arriba" no se olviden de "los de abajo". Y sobre todo que exista justicia y solidaridad. No debemos olvidar los años que ya hemos recorrido con tanto esfuerzo.
Entre todos y entre todas podemos conseguirlo.
¡Un saludo, y mi enhorabuena por esta nueva entrada!
Una entrada preciosa, simpática y llena de emotividad por la buena experiencia vivida.
ResponderEliminarDescribe la puesta en marcha de unas escuelas donde, hasta entonces (hace solo 50 años), no había existido ninguna y nos introduce, con encantador relato, en el ambiente de solidaridad, colaboración, respeto y esfuerzo que se daba en todo el entorno.
También vemos en ella cómo los de "arriba" se olvidaban de los de "abajo", igual que ocurre ahora. Pero hoy tenemos unos derechos conquistados a base de mucho dolor, esfuerzo y lágrimas que no podemos permitir que nos arrebaten y retroceder en el tiempo.
Si mantenemos la fuerza de ese espíritu comunitario al que se anima en la entrada, lograremos la justicia social que necesitamos actualmente.
P. y A. os agradezco vuestros comentarios que complementan y describen a la perfección lo que he querido expresar en esta vuelta al pasado. Visto desde la distancia del tiempo, parece idílico, pero en su momento se sufrieron las carencias de un país que no acababa de arrancar. La política convulsa que ahora estamos padeciendo ha sobrevenido contrastando con un período de aparente bienestar. No quiero pensar que todo ha sido un espejismo. El no resignarnos puede sacarnos de esta injusta situación, insoportable sobre todo para los menos afortunados.
ResponderEliminarAntonio Fdez. CÓRDOBA
ResponderEliminarHoy, intentando encontrar imágenes que me transportaran a mi niñez, me topé por casualidad con tu bloc, don José. Las dos fotografías que expones en el artículo “El Higuerón hace 50 años”, me dejaron por un instante perplejo. Lo primero que me vino a la mente fue: “ Pero, si este es mi maestro, mi primer maestro”. Con el paso de los años y hasta terminar los estudios universitarios, conocí a muchos más, pero a ti, mi primer maestro, a mi DON JOSÉ , nunca lo olvidé.
Yo era uno de aquellos soldaditos de seis años que formaban el batallón escolar de 1.963 en la escuela unitaria del Higuerón.
50 años han pasado desde entonces y como de bien nacidos es ser agradecidos, yo te doy hoy las gracias, 50 años después, porque, como maestro, supiste señalarme el camino a seguir.
Antonio, aunque no pueda poner imagen a tu cara, me has emocionado. Espero que nos veamos pronto.
EliminarNo sé si sabrás que en este mes de abril estuvimos celebrando en el actual colegio de El Higuerón el cincuentenario. Allí encontré referencias de aquellos tiempos, pero lo que más me impactó fue encontrarme con Isidro, aquel chaval de 14 años, hijo de los guardas de San Jerónimo, que venía con su hermano cada día a la escuela.
Repito que me gustaría que nos reencontráramos.
Recibe un afectuoso saludo